viernes, 16 de agosto de 2024

La Tradición es la regla de fe de la Iglesia


Me decía siempre una amiga que, en la Iglesia Católica, los verdaderos enemigos de la Tradición no son los progresistas, sino los conservadores. Me ha costado tiempo llegar a entenderlo.

Los conservadores, como dijo G. K. Chesterton, “no son más que los progresistas a cámara lenta”, imbuidos del mismo espíritu modernista, ajeno, cuando no opuesto, a la Tradición de la Iglesia.
Y, como modernistas que son, los conservadores o neoconservadores católicos asumen que la tradición de la Iglesia es mudable según las corrientes sociales. Se han tragado el sapo del necesario aggiornamento y les parece que lo “tradicional” es lo “antiguo”, que ya no sirve para el hombre de hoy, que necesita que se le comunique la fe de una manera más acorde con su manera de ver el mundo. Así, en lugar de traer el Reino de Dios al mundo, dan entrada al mundo (en el sentido que le da el evangelista Juan, de aquello que odia a Dios) en la Iglesia.No han comprendido el principio de la no contradicción: que la Iglesia no puede contradecirse a sí misma. Y que, por tanto, cuando hay presupuestos del Concilio Vaticano II que son contrarios a la Tradición anterior de la Iglesia, hay que señalarlo para su corrección; y eso no es rechazar el Concilio, sino buscar de veras que la Iglesia camine en la Verdad, cuya línea la marca la Tradición. Porque la Tradición es la regla de fe de la Iglesia. Y eso no lo digo yo. Lo ha dicho la Iglesia siempre. Si no, ¿qué significa Apostólica? A no ser que ese término ya no nos diga nada, porque consideremos que la Iglesia hoy es “sinodal” y “misionera”, porque lo dice el actual Vicario de Cristo, sin afirmarlo ex cathedra.
El desarrollo en la doctrina y la liturgia de la Iglesia ha sido históricamente orgánico, no rupturista ni innovador; sino verdaderamente reformador, restaurador. En su obra “Apología de la Tradición”, el historiador católico Roberto de Mattei afirma que, “en nuestros días, la Iglesia, sufriente y debilitada, está siendo atacada pero no resiste, como en el siglo V, a las vicisitudes de la Historia, sino que parece casi aplastada. El remolino de la autodestrucción la dilacera y, como admitió el mismo Pablo VI, atraviesa una de las crisis internas más profundas de su existencia. Esta crisis tuvo un punto focal en el Concilio Vaticano II; desde entonces, la Iglesia parece haberse dejado seducir por el mundo moderno, al cual debería oponerse, y hoy se debate en su abrazo mortal”.

Porque, precisamente, la doctrina tradicional de la Iglesia afirmó lo mismo durante cientos de años; hasta que, de repente, a mediados del siglo XX, lo que la Iglesia siempre dijo ya no servía. Igual que la liturgia; ya no era apta para acercar a los hombres a Dios. Había que devolverle la “pureza” primitiva. Para hacer justicia, es necesario decir que las corrientes heterodoxas en la Iglesia tienen siglos de historia; no aparecieron de repente a mediados del siglo XX. Pero, ¿no son ciertamente falaces las argumentaciones de que la manera en que la Iglesia transmitió siempre la fe ya no son válidas para el hombre de hoy? ¿Ha cambiado antropológicamente el ser humano en el siglo XX? ¿No es la Verdad ya la misma? ¿No anhela el corazón del hombre ya lo mismo, que es la Verdad y la unión con Dios, pues para eso ha sido creado? ¿No es, acaso, una manera inferior de darle gloria sustituir la profundidad de las oraciones y los himnos tradicionales, el canto gregoriano y el latín como lengua sacra, por cancioncitas de ritmo popular e instrumentos profanos con letras cuestionables para dirigirse a Dios? ¿No es inferior en el culto debido a Dios un sacerdote que improvisa oraciones y moniciones a su gusto para apuntarse al ecologismo o a la acogida a los migrantes que el ministro que, en humildad, se ciñe a las oraciones que la Iglesia prescribe?
Esto no son gustos personales. ¿O es que no sabía la Iglesia en 1850 que hacía siglos que la sociedad no hablaba latín? ¿Por qué lo preservó? ¿Por atavismo o porque es Madre y Maestra? ¿Y cómo fue que tuvieron que venir en nuestra ayuda los protestantes a decirnos a los católicos lo que era la Misa – un banquete, no un sacrificio? ¿De verdad no ven el grave daño que las décadas centrales y la revolución conciliar, aceptando postulados condenados por concilios y papas anteriores han hecho?

Aferrarse a la tradición no es una actitud provocada por la nostalgia, sino por la búsqueda de la Verdad, que no cambia. “Dios no se muda”, dijo santa Teresa de Jesús. Pero la Iglesia, en su parte humana, puede cometer errores. León XIII ya advirtió en el siglo XIX de que “esos errores y sufrimientos pueden ser provocados por sus hijos y también por sus ministros. Pero ello no priva al Cuerpo Místico de Cristo de su grandeza ni de su indefectibilidad”, como indica Roberto de Mattei en la obra ya citada. El mismo León XIII afirmó que “la Iglesia no teme la verdad. Existe una sola verdad, que es Jesucristo, Hijo de Dios y Él mismo Dios, Fundador y Cabeza del Cuerpo Místico que es la Iglesia. La verdad de la Iglesia y sobre la Iglesia es la verdad de Cristo y sobre Cristo, en el encuentro con Él que, ayer, hoy y siempre, se nos presenta como el único “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14, 6).

Hoy, la Iglesia continúa en el mismo estilo “pastoral” modernista que inauguró el Concilio Vaticano II: un nuevo estilo de expresión en el cual fueron enunciadas las afirmaciones y decisiones del Concilio. Como explicó el cardenal Walter Brandmüller, el Vaticano II, en sentido opuesto a los concilios precedentes, “no ejerció la jurisdicción ni legisló, ni deliberó sobre cuestiones de fe de manera definitiva. Fue, por el contrario, un nuevo tipo de Concilio, concebido como Concilio pastoral, que quería expresar al mundo de hoy la doctrina y las enseñanzas del Evangelio de un modo atrayente e instructivo (…). Emergieron pronunciamientos conciliares cuyo grado de autenticidad y, por lo tanto, de obligatoriedad, fue absolutamente diferente a los concilios anteriores, que pronunciaban censuras doctrinales o definiciones dogmáticas”. En el Concilio Vaticano II, afirma Roberto de Mattei, la “pastoralidad” no fue sólo la explicación natural del contenido dogmático del Concilio de un modo adaptado a los tiempos, como antes, sino que fue elevada a principio alternativo al “dogmatismo”, dando a entender que existe una prioridad de aquélla sobre éste. La dimensión pastoral, de suyo accidental y secundaria frente a la doctrinal, se volvió prioritaria en los hechos, operando una revolución en el lenguaje y en la mentalidad. La Iglesia se despojó de su vestidura dogmática para vestir un nuevo hábito pastoral y exhortativo, ya no más obligatorio y definitivo”.

Y de aquellos barros vienen estos lodos. Ya cada cual, pastoralmente, en la Iglesia, afirma lo que subjetivamente cree, no lo que ha dicho la Iglesia siempre. Con una dosis tóxica de sentimentalismo en muchos casos. Y es eso lo que rompe la unidad de la Iglesia. Y no el denunciarlo. A esta denuncia se la acusa falazmente de buscar una supuesta “uniformidad que niega los diversos carismas que suscita el Espíritu Santo”. El Padre John O´Malley definió al Vaticano II como un evento “lingüístico”, explicando cómo las profesiones de fe y los cánones fueron sustituidos por un “género literario” demostrativo. Este acercarse al pasado en términos diferentes significa aceptar una transformación cultural más profunda que todo cuanto se pueda imaginar. El estilo del discurso revela, de hecho, aún antes que las ideas, las tendencias profundas del espíritu de quien se expresa. “El estilo es la expresión última del significado, es significado y no ornamento, y es también el instrumento hermenéutico por excelencia”, afirma el P. O´Malley. Por eso la letra de los nuevos himnos pseudo-litúrgicos importa; importa su melodía también. E importa lo que cada cual interprete como le parezca y lo publique con un hábito en redes sociales. Porque cambian el contenido del mensaje.
“Cuando los medios masivos de comunicación sustituyen al Magisterio de la Iglesia, cuando las impresiones y los sentimientos sustituyen las ideas y los principios, cuando cada día trae una novedad y la confusión se difunde, quien no quisiera perder el único camino en el que se encuentra la Verdad y la Vida debe seguir la Sagrada Tradición de la Iglesia que, de Vicario de Cristo, nos conduce al mismo Cristo”, afirma el profesor Roberto de Mattei. El sensus fidei que conservamos los católicos nos impone la fidelidad a aquella Tradición que únicamente los pastores tienen el derecho de aclarar y enseñar, pero que todos los bautizados tienen el derecho de guardar y transmitir como la recibieron. La Tradición no es únicamente la regula fidei de la Iglesia; es también el fundamento de la sociedad. En este mundo, sea que se trate de la vida moral o de la vida material, hay cosas que pasan y cosas que permanecen. Pero únicamente aquello que refleja la ley natural y divina vive y merece vivir en la historia. La Tradición es el elemento incorruptible e inmutable de la sociedad. Y sólo en la Tradición es posible el progreso, porque nosotros no podemos progresar y perfeccionarnos en las cosas que pasan, sino únicamente en aquellas que permanecen.

La Tradición no es el pasado, porque el pasado no existe más y no puede volver. La Tradición es aquello del pasado que vive en el presente, aquello que debe vivir para que nuestro presente tenga un futuro. Pero la raíz última de todo lo que es y de lo que será, es el mismo Dios, en quien pasado, presente y futuro se funden en un único acto infinito de ser. El corazón de la tradición está en el mismo Dios, ser por esencia, eterno e inmutable. “La Tradición es aquello que es estable en las alteraciones de las cosas. Es aquello que es inmutable en un mundo que cambia y lo es porque tiene en sí mismo un reflejo de eternidad. Porque sólo aquello que se fundamenta y reposa en Dios merece ser conservado, transmitido y guardado”, sigue afirmando el profesor de Mattei.

Al respecto, la cita de Chesterton con que comenzaba este texto añadía algo que he omitido con la intención de poder decirlo ahora: “los conservadores no son más que los progresistas a cámara lenta, cuya función es impedir la restauración. Pues bien, ésta es la clave: la restauración de la gran Tradición católica que enseña la verdad, para la salvación de las almas, que es el fin con el que Cristo fundó la Iglesia.
Si no se tiene esto claro, no hay manera efectiva de combatir la revuelta contra Dios que fue la modernidad y es la posmodernidad, porque es la subversión diabólica de la ley natural.
 
Para finalizar, y como ejemplo de esta inmutabilidad de la enseñanza de la verdad, además de recomendarles la lectura de la obra que he ido refiriendo del profesor de Mattei, “Apología de la Tradición”, les recomiendo también la obra del siglo V “El Commonitorio. Apuntes para conocer la fe verdadera”, de san Vicente de Lérins. Su enfoque se basa en la idea de que la verdad cristiana se encuentra en la continuidad con la enseñanza de los Padres de la Iglesia, contra de las innovaciones y los cambios radicales en la doctrina, y defiende la fidelidad a la enseñanza recibida por los Padres. Con san Vicente, reflexionemos sobre la continuidad y la fidelidad a la tradición en nuestra búsqueda de la verdad cristiana y del mismo Dios.

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